Nuestra portada de hoy

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Viernes 14 de mayo de 2010

viernes, 14 de mayo de 2010

Modesto Ayala, 35 años cuidando la Catedral

Óscar Ordóñez A. / La Paz


Modesto Ayala tiene 62 años y hace 35 que trabaja como celoso guardián de la Catedral Metropolitana de La Paz, uno de los íconos de la plaza Murillo, templo silencioso que ha sido testigo de los hechos que marcaron el destino del país.

Para él no hay feriados, ni días de descanso. El suyo es un empleo de todos los días. Pese a que ya se jubiló, los sacerdotes de este templo han vuelto a llamarlo. “Ellos confían en mí. Les estoy muy agradecido”, resalta.

Cada mañana, Ayala se levanta con el sol para, luego de su desayuno, dirigirse a la Catedral desde su casa, ubicada en la zona 16 de Julio de El Alto.

Los días de misa y todos los domingos se encarga de recibir la limosna de los fieles.

En días ordinarios, su trabajo consiste en quitar el polvo que de noche se asienta en los bancos de rezo y en las piletas donde suele haber agua bendita para que los fieles la recojan con la punta de los dedos y se la lleven al corazón o a la frente.

Su deber es también estar pendiente de cualquier desperfecto eléctrico o de agua que tenga la Catedral. Además tiene que limpiar los vitrales santos, cuyas imágenes recuerdan distintos pasajes de la Biblia.

Nunca sintió el llamado de Dios para consagrar su vida al sacerdocio, pero sí dice haber sentido la presencia de él en su cotidiano vivir. Antes trabajaba en el colegio don Bosco, en el mismo oficio. “En total ya son 45 años que trabajo con la Iglesia”, explica el veterano sereno.
Muy pocas veces sube hacia las cúpulas, donde se encuentran las campanas, a barrer los excrementos de las palomas, porque se convierten en polvo “y es más fácil que el viento se los lleve”, bromea. Y en tiempo de lluvias, todo termina en las canaletas, cuyos conductos son llevados a las aguas de los ríos que surcan sin pausa, debajo de las calles de esta ciudad. Su deber es mantener limpios esos conductos de agua.

Ayala, con el apoyo de su único ayudante, deja de un día para otro limpios todos los ambientes superiores, donde varios fieles se reúnen algunas noches de la semana para honrar la palabra de Dios.
Con este empleo, Ayala ha costeado la educación de sus tres hijos, quienes hoy ya han formado sus respectivos hogares.
Pocos fieles
Ayala cree que los fieles católicos han disminuido. Su hipótesis parece comprobarla en el hecho de que desde hace diez años el número de fieles que acude a la Catedral ha disminuido considerablemente.
“Antes esta iglesia estaba llena de gente. Qué será… Muy pocos vienen. Antes, la gente hacía cola para pedir una celebración de misa. Ya no es como antes. Sólo (se celebran) las de difuntos”, recuerda este hombre de 62 años de edad.

En aquella época había más de 25 sacerdotes en este templo. Ahora sólo hay dos. Y había ocho serenos. Con el paso de los años, todos se fueron. “Sólo quedo yo. Debe ser que la crisis también afecta a los curas”, concluye con rostro burlón.
 
Febrero y octubre, el recuerdo negro vito de la Catedral
 
La última semana de septiembre de 2003, Modesto Ayala ya no pudo ir a cuidar la Catedral Metropolitana de nuestra Señora de La Paz.


Aquellos días no había entrada a la plaza central de Armas de la ciudad.

Las decisiones del poder se estaban tomando en la residencia presidencial de San Jorge, por lo que la plaza central había dejado de tener la vida de otros días.

En aquella ocasión, la plaza parecía abandonada. No había vehículos circulando a su alrededor. No había turistas fotografiándose dando la espalda al palacio presidencial o frente al Congreso. No había vendedores de helado. No había vendedores de maíz para las palomas. No

había niños jugando ante la mirada vigilante de sus padres. No había parejas de enamorados que sellaban su esperado encuentro con un beso de amor. No había payasos escupiendo pompas de jabón. No había fotógrafos de imágenes instantáneas. No, no había nadie. Tampoco periodistas.

Todas las miradas estaban concentradas en la residencia presidencial. Modesto, a través del único televisor de su casa, ubicada en la ciudad de El Alto, también estaba atento a esos acontecimientos, cuyo desenlace terminó con la huida del país de Sánchez de Lozada.

Su esposa agradece a Dios el hecho de que las autoridades religiosas de la Catedral hayan decidido cerrar este templo y preservar así la vida de su esposo.

Sin embargo, Ayala estaba preocupado por la suerte que había corrido el templo más importante de los católicos.

“¡Cómo no iba a estar preocupado! Es mi fuente de trabajo”, dice en tono humilde.

Febrero trágico

Pero no era la primera vez –ese año– que ese sentimiento había cruzado por su corazón. Meses antes, al medio día del miércoles 12 de febrero, junto a otros compañeros de trabajo, había decidido escapar de la Catedral, porque una cascada de balazos entre policías y militares los sorprendió en mitad de sus cotidianas obligaciones.

Bastó con que uno de ellos

asome la mirada por la rendija de una ventana para darse cuenta de que había estallado la bomba de los problemas de aquellos días.

Era la primera vez que tenían la orden de cerrar las puertas del templo. Los pocos empleados de limpieza, suspendieron sus cotidianos quehaceres, con la promesa de volver al día siguiente. Todos se acercaron a la puerta lateral del templo que comunica a la calle Comercio y corrieron a toda prisa para no ser sorprendidos por una bala perdida.

A salvo, Ayala le dio gracias a Dios por haberlo llevado a casa sin mayores contratiempos que el de su natural preocupación por la Catedral. Tenía miedo que en el trayecto lo arresten, o lo confundan con uno más de la multitud que había salido a las calles a protestar en contra del impuesto al salario, un proyecto de ley que el Gobierno de Sánchez de Lozada había ya mandado al Parlamento para su posterior aprobación.

Al llegar a casa, encendió el televisor y poco después vio cómo un balazo hirió a una persona que intentaba ocultarse entre las puertas del templo. Vio también cómo otra persona escapó de ese mismo sitio sin prestar ayuda a quien ya había caído.

Carlos Mesa en la Catedral

La noche del 10 de junio de 2005, cuando Eduardo Rodríguez Beltzé juró a la Presidencia del país, el renunciante Carlos Mesa sorprendió a la poca gente que se encontraba en la plaza Murillo saliendo de Palacio de Gobierno para dirigirse, a pie, hacia la Catedral.

Era la primera vez en su vida que Ayala veía que un Presidente triste entraba a rezar a su iglesia.
Aquel hombre alto, cuya palabra seducía a la población y se traducía en aplausos y vivas, si bien ya no tenía la sonrisa de otros tiempos, aún no había perdido el aura de “buen hombre” con que el país entero lo había conocido cuando era presentador de noticias en la televisión.

Sin embargo, Ayala, con varios periodistas y el resto del país, pudieron advertir la congoja que Carlos Mesa llevaba en el rostro. “Daba pena verlo así”, recuerda este conserje.

Aquel Presidente sin apoyo le dijo días después a El Tiempo, de Bogotá, que durante sus 20 meses de Gobierno intentó “poner sobre la mesa todas las cartas, todo aquello que era subterráneo, todas las facturas históricas por debajo”.  

Y reconoció que su error fue el haber pensado que el país iba a mejorarse si él sacaba “los demonios de la caja”.

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